domingo, 31 de octubre de 2010

Halloween

La fiesta había sobrepasado sus expectativas. Carla había ido a Barranco con un grupo de amigos y la había pasado como nunca en aquella fiesta de Halloween. A las 2:34 salían de la discoteca, y esperaron por más de 20 minutos un taxi cuyo conductor sea confiable, o que al menos para ellos, en su ebriedad, lo aparente. Esto se debía a que Carla vivía en Jesús María y sus amigos en San Borja, Surco y Lince, por lo que irían quedándose en el camino y ella sería la última en bajar el vehículo. El elegido fue un taxista de unos 60 años, con voz noble y dulce semblante.

El camino desde Barranco hasta Jesús María, era considerable, por lo que el taxista inició una conversación con Carla para evitar que se duerma. Él le contaba que en sus épocas las fiestas de Halloween o de la Canción Criolla no eran como las de ahora. Tal vez sí en las criollas, en las que una guitarra, un cajón y mucha cerveza aseguraban una agradable resaca con sabor a peña.

Carla intentaba seguir la conversación pero el sueño era más fuerte. “Desde hace unos años, mi hijo y yo salimos los días como hoy y aprovechamos la fecha para pasarla juntos y hacer algo como padre e hijo ya que no podemos salir muy seguido”. “Ah, qué bueno por usted y su hijo. ¿Y hoy qué hicieron?", preguntaba ella. “Todavía nada –respondió él- Pero usted nos va a ayudar”.

Somnolienta, volvió en sí al escuchar eso. Con una sonrisa nerviosa y manos sudorosas preguntó a qué se refería. Él, ahora con una voz ya no tan noble y con un semblante aún menos dulce le contaba que su hijo se había escapado de la cárcel hace algunos años y que se escondía en su casa. Que la única fecha en la que podía salir y aprovechar el tumulto de la gente y el alboroto en las calles era el 31 de octubre.

"Señor, aquí está bien, bajo" – suplicaba Carla, presa del miedo. De pronto, el auto frenó en seco, y el taxista, girando su cuerpo hacia ella, decía con voz fúnebre: “Vamos a parar aquí, pero usted no se va a bajar”. Mientras Carla intentaba entender qué era lo que quería decir el taxista, la puerta izquierda trasera se abría, y entraba en el auto un hombre de unos 35 años, robusto y con ojos desorbitados. El auto volvía a arrancar mientras el desconocido cerraba la puerta por la que acababa de entrar.

Con lágrimas brotando sutilmente, pero fingiendo una total entereza, Carla gritaba: "Señor, ya le dije que me bajo, no le estoy pagando para que deje subir otras personas ni para que esté diciéndome tonterías”. Esas fueron sus últimas palabras antes de perder el conocimiento por un fuerte golpe propinado por el desconocido.

(…)

Lentamente Carla abría los ojos, el dolor causado por el golpe era insoportable, pero al menos no estaba muerta, aunque en ese momento hubiese deseado, con todas sus fuerzas, estarlo. “Por fin muñeca, no me gusta que se desmayen cuando ni siquiera he comenzado”.

Carla intentaba reincorporarse y saber qué pasaba. Ya no estaba en el auto, estaba en una casa humilde, en una sala, recostada sobre un mueble, con el desconocido a su lado y, según los ruidos que escuchaba en una habitación contigua, había una persona más. No podía ser de otra forma, comprobó que era el taxista que salía de lo que era la cocina con dos botellas de cerveza y dos vasos. “Sírvete, hijo” – decía con la noble voz y el dulce semblante con el que Carla lo había conocido. El taxista se servía un vaso mientras encendía la televisión de la sala y aumentaba el sonido del mismo.

Carla lloraba y se maldecía por haber salido esa noche, por haber celebrado ese Halloween, probablemente, su último Halloween. El hijo del anciano, mirándola fijamente mientras la desvestía, parecía adivinar lo que ella pensaba. Mientras la ultrajaba y golpeaba le susurraba al oído “Tranquila muñeca, que sea Halloween no tiene nada que ver con esto. Siempre, sin importar el día, habrá alguien dispuesto a hacerte daño”.